sábado, 8 de julio de 2017

CRIMEN DE HONOR



­­­­­­­­­CRIMEN DE HONOR                                              

Lo miró por última vez, herida de muerte, antes de cerrar los ojos para siempre. En un postrer intento de comprender lo incomprensible. Y, entonces, en esa fracción mínima, ocurrió. Tuvo pena de él, de su asesino, de su hermano Mahmud. Con el que, a pesar de las injustas diferencias de educación, había compartido momentos felices de su infancia.
Aunque la vida la abandonaba, sintió que, en realidad, era un pobre desgraciado. Un ser sin libertad. Una especie de juramentado fanático que, preso de una bárbara tradición, había culminado su trágica tarea de reparar el mancillado honor de la familia. Pudo adivinar, en los ojos de él, una terrible angustia, como si, tras la agresión homicida, sintiera un fogonazo de consciencia por lo que había hecho. No tuvo tiempo para más.   
No sirvió de nada la ayuda que recibió Nawja, unos días antes, siendo acogida en aquella casa en las afueras de Jericó para protegerla de la venganza familiar. Su hermano la había localizado y cumplido su miserable misión. Lo encontraron sentado y absorto junto al cadáver. Parecía musitar algo. Quizá intentaba convencerse de la ineludibilidad de  su acción, sujeta a ese destino fatal, trágico. Aún empuñaba el cuchillo ensangrentado.
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En Palestina –y no sólo allí- todavía, cuando se trata de “crímenes de honor”, los tribunales siguen apelando a la costumbre, imponiendo penas mínimas.

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