CRIMEN DE HONOR
Lo
miró por última vez, herida de muerte, antes de cerrar los ojos para siempre.
En un postrer intento de comprender lo incomprensible. Y, entonces, en esa
fracción mínima, ocurrió. Tuvo pena de él, de su asesino, de su hermano Mahmud.
Con el que, a pesar de las injustas diferencias de educación, había compartido
momentos felices de su infancia.
Aunque
la vida la abandonaba, sintió que, en realidad, era un pobre desgraciado. Un
ser sin libertad. Una especie de juramentado fanático que, preso de una bárbara
tradición, había culminado su trágica tarea de reparar el mancillado honor de
la familia. Pudo adivinar, en los ojos de él, una terrible angustia, como si,
tras la agresión homicida, sintiera un fogonazo de consciencia por lo que había
hecho. No tuvo tiempo para más.
No
sirvió de nada la ayuda que recibió Nawja, unos días antes, siendo acogida en
aquella casa en las afueras de Jericó para protegerla de la venganza familiar.
Su hermano la había localizado y cumplido su miserable misión. Lo encontraron
sentado y absorto junto al cadáver. Parecía musitar algo. Quizá intentaba
convencerse de la ineludibilidad de su
acción, sujeta a ese destino fatal, trágico. Aún empuñaba el cuchillo
ensangrentado.
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En Palestina –y no sólo allí- todavía, cuando se
trata de “crímenes de honor”, los tribunales siguen apelando a la costumbre,
imponiendo penas mínimas.
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