U N A H I S T O R I A E R Ó T I C A
Lo vio por
primera vez en su carromato de vendedor
ambulante. Le impresionó la belleza del hombre. La perfección de estatua griega
de su cuerpo incluía un rostro atractivo, de rasgos imposibles, en el que se
hacía notar el intenso azul de sus ojos ¡Dios! ¿De dónde había salido
“aquello”? De pronto, él la miró, al reparar en ella. Bastó ese instante. En
aquellos pocos segundos, se sintió taladrada, turbada, por la mirada del
desconocido. Tembló entera con la descarga. Frágil y sin voluntad, escrutada en
lo más íntimo. Enseguida supo que jugaría un papel definitivo en su vida. Le fue
imposible olvidarlo en los días posteriores. Y volvió. Esta vez sola. A una
hora solitaria. Él sabía que vendría. En realidad llevaba días esperándola. No
cruzaron palabras. Con un delicado gesto la invitó a subir al carro. Este se
alejó hacia el interior de un tupido bosque que existía cerca del pueblecito. Y
allí ocurrió. Se completó la seducción.
Hicieron el amor de manera salvaje. El cuerpo de ella, hasta entonces apagado,
se llenó de luz, incendiándose de un placer máximo e ignorado por la hembra. Su
sangre, estancada, se convirtió en un
torrente acelerado. El éxtasis de erotismo se prolongó hasta la extenuación. Abrazada,
fundida, entre los brazos de aquel hermoso macho, que la había arrastrado hacia
una catarata de maravillosas y
desconocidas sensaciones.
Sobre
las copas de los árboles una nube de ruidosos y juguetones pájaros pareció
señalar el lugar en el que se amaron.
Ella
estaba casada, pero hasta ese momento, había estado más cerca de una “Thánatos”
triste y tediosa que de “Eros” .Por fin, este dios la había poseído a través del bello buhonero.
Tras el extraordinario suceso, él la llevó al
sitio donde la recogió. Aún alucinada, abandonó el lugar sabiendo que ya nada
sería igual. Ningún tiempo podría borrar aquello.
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Pasaron meses. Pero un día, que salió en una
especie de romería con la familia y amigos, su sangre se atropelló de nuevo al
verlo. Allí estaba con un grupo de
desconocidos. Él también la advirtió. Y esta vez, aunque con gente, volvió a repetirse.
La
atracción invencible pasó por encima de todas las consideraciones y prudencias.
Afortunadamente, de un modo mágico, el reloj se
paró para sus respectivos acompañantes y, como en esas secuencias cinematográficas,
se convirtieron en estáticos espectadores de la loca pasión. Ella, sin recato
alguno, instintivamente, moría por ser poseída otra vez. Él, cómplice de esa pulsión erótica, la
desnudó allí mismo. Se amaron, otra vez, con la misma intensidad de una verdad sin límites.
De algunos machos y hembras, espectadores
inmovilizados, parecieron salir, envidiosas, unas sombras libidinosas que,
imitando a la pareja, montaron su propia orgía.
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No
se conoce como todo aquello se supo, pero, a pesar de los años transcurridos,
en el lugar persiste en la memoria la leyenda del
“ buhonero y la mujer casada” .
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