El pequeño P,
acompañado del mandón Nino, unos meses menor pero más desarrollado y salvaje-incluso
que él- , bajaba por la estrecha senda colindante al brazal. Este conducto
llevaba el agua desde una cequeta a los huertos y bancales que había frente a
sus casas.
Otra vez le fastidió, empujándole para que se
mojara. Se tocó, enfadado, la empapada prenda que cubría sus partes íntimas.
Angustiado, al pensar en la reprimenda materna. De pronto, se sobresaltó, pues
al tiempo que su acompañante desaparecía, adivinó que en realidad estaba en su
cama y solo. Y que no era agua. ¡Dios mío, otra vez no! ¿Por qué le pasaba a él esto? ¿Nunca acabaría? ¡Qué
vergüenza! Aunque, esta vez, notó algo extraño, diferente, al recorrer con la
mano la zona. Se levantó y fue al baño. Miró el espejo. La imagen que le
devolvía le horrorizó. Ante él, había alguien con arrugas en la cara y el pelo
blanco. Esta vez el susto, si le hizo despertarse de verdad
Quizá, tan
extraño sueño de P, que rondaba los
setenta, tuvo su causa en la obsesión con la que se acostó la noche anterior.
Estaba en la fase postoperatoria de una intervención en la próstata. Temía no controlar la micción. Sobre
todo por la noche. Este temor pudo provocar la pesadilla. Un retroceso en el
túnel del tiempo-a través del sueño- a ese tiempo mítico, primigenio que es la
infancia, en la que experimentó esa angustia, ese mismo miedo.
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